Os contamos a partir de qué edad podemos considerar realmente la tolerancia a la frustración y si podemos hacer algo para acompañar a nuestros niños y niñas en este proceso.
A muchas familias les preocupa la poca o nula tolerancia a la frustración de sus hijos. Lamentan que cuando un deseo o una necesidad no satisface, sus hijos e hijas tienen a experimentar una vivencia emocional intensa que puede manifestarse a través de la tristeza, la ira o la rabia. Ahora bien, la cuestión es saber antes en qué consiste exactamente la frustración, a partir de qué edad podemos considerar realmente la tolerancia a la frustración y qué podemos hacer, si podemos hacer algo, para acompañar a nuestros niños y niñas en este proceso.
Los bebés no necesitan tolerar la frustración
Cuando un bebé llora está manifestando una necesidad y reclama nuestra atención y cuidado. Hambre, consuelo, malestar… El llanto es el vehículo comunicativo de los bebés desde que nacen hasta los dos o tres años. Atender sus necesidades y calmarles es esencial para que se sientan seguros, y por tanto para su desarrollo emocional. Por tanto en esta etapa no podemos hablar de tolerancia a la frustración porque el hecho de que no exista esa tolerancia es lo normal desde un punto de vista de desarrollo. No tienen nada que tolerar porque sus manifestaciones son lo esperable.
Cuando van creciendo aparecen las conocidas rabietas, una manifestación completamente normal que se da entre los dos y los seis años, aproximadamente: forman parte del desarrollo del niño, de su toma de conciencia de su yo individual, un yo con sus propias necesidades y deseos.
Después, poco a poco, los niños y niñas van entendiendo que desear algo, o querer hacer algo, no siempre es posible. Lo aprenden cada día, en la cotidianidad. Nuestro papel como familias y como educadores es el de acompañar, explicar y no juzgar. Ayudarles a entender que, aunque duela, hay que continuar aceptando en todo momento que algo puede no salir como esperamos. Que las expectativas muchas veces se dan de bruces con la realidad pero que hay que seguir. Esto les posibilita enfrentarse de forma adecuada a las distintas situaciones y limitaciones que irán surgiendo a lo largo de la vida.
¿Y los adultos?
Parece que cuando se habla de la tolerancia a la frustración pensamos inmediatamente en los niños y niñas más pequeños. Nos quejamos continuamente de la intensidad de sus reacciones, de la facilidad con la que “explotan”. Hay una reflexión del psicólogo Alberto Soler que puede servirnos para pensar en nosotros mismos, en nuestra imagen a través de sus ojos infantiles, y en nuestro lugar en esa frustración:
Los niños obviamente se frustran y no pasa nada. Otra cosa es que provoquemos esas frustraciones. El día a día ya tiene las frustraciones normales que un niño necesita para aprender. No obstante, siempre digo que se habla mucho de las frustraciones de los niños, pero no de las de los padres. Qué poca tolerancia tenemos a la frustración porque nuestro hijo de cuatro meses no duerme del tirón, o porque nuestro hijo no se ha acabado el plato de comida, o porque tenemos que insistir con los deberes. La poca tolerancia a la frustración es más de los padres que de los hijos, que tienen expectativas poco realistas acerca de la infancia.
Educar desde un cambio de mirada a la infancia puede servirnos para entender mejor a nuestros hijos e hijas porque aunque llegan a nuestras vidas sin un manual de instrucciones, serán ellos y ellas quienes mejor nos expliquen sin palabras lo que necesitan de nosotros.
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