Las expectativas que tenemos de cómo va a ser nuestra maternidad y nuestra paternidad antes de ser padres suelen derrumbarse en cuanto llegan nuestros hijos. En nuestra mente tenemos muy claro lo que vamos a hacer –y cómo lo vamos a hacer–pero después llegan ellos y se produce en muchos casos un giro sorprendente.
Influye el carácter de nuestro hijo, claro, pero también nuestras propias circunstancias: situación económica, situación laboral, red de apoyo familiar y de amistades, nuestro propio carácter, imprevistos vitales… Cada uno de los pasos que damos en la crianza de los hijos viene condicionado por muchísimos factores. “Las expectativas sesgadas que vierte el imaginario popular a la sociedad influyen en la satisfacción real de la maternidad/paternidad. Si llegas a ella con las expectativas que te cuentan las películas de Disney, te vas a frustrar, agobiar, deprimir y sentir culpable. Si ya conoces la realidad, todo irá mucho mejor. La vida perfecta no existe, solo existe la vida real”, decía el psicólogo y doctor en Medicina Julio Rodríguez en una entrevista reciente. En esa misma entrevista, a la pregunta de si se aprende a ser padres, respondía: “Y se desaprende. La sociedad nos ha obligado a hacerlo de manera incorrecta porque la sociedad es adultocéntrica, despiadadamente capitalista y no tiene en cuenta el bienestar y el correcto desarrollo de los pequeños”.
No es fácil ser padres, mucho menos los padres perfectos que nos exigimos ser. Pero hay dos ingredientes que nos van a ayudar mucho en nuestra tarea: la paciencia y la empatía. ¿Cuál es más valiosa? ¿Se complementan? Veamos.
La paciencia es la madre de la ciencia
Define el diccionario de la Real Academia el término “paciencia” como la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse. Pero aquí hay una trampa y una idea bastante peyorativa: ¿Se trata de “soportar” a nuestros hijos? ¿Cuánto dura nuestro ánimo sin alterarse ante una situación desagradable? Cuando se trata de la crianza es difícil no alterarse y esperar que la paciencia nos salve en situaciones de estrés, de agotamiento, de saturación. Y entonces es cuando la paciencia se agota y acabamos actuando de forma que no nos hace sentir bien y que nos aleja de nuestros hijos. La frustración y el enfado se convierten en una mezcla explosiva que hace saltar todo por los aires.
No descartemos la paciencia. Podemos quedarnos con la tercera definición de la RAE que define la paciencia como la facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho. Saber esperar. Suena utópico en este mundo rápido que no nos permite parar; tampoco a ellos a los que metemos en el circuito de la prisa con las carreras del día a día, los atascos y los horarios imposibles. Quizás podamos empezar con pequeños hitos y empezar a poner en forma nuestra paciencia aprendiendo a esperar. Bajar el ritmo de nuestros días, y nuestras expectativas.
Empatía: mucho más que ponernos en el lugar del otro
El otro ingrediente fundamental es la empatía, entendida como la capacidad de ponernos en el lugar del otro y así entender su comportamiento y sus sentimientos. Es fundamental para poder entender lo que ocurre. Lo bueno de la empatía es que no se agota, pero hay que practicarla mucho, claro. En este aspecto es fundamental aprender a escuchar a nuestros hijos pero también aprender a observar: sus actos, sus movimientos, sus expresiones… No hay día que como padres no aprendamos algo de nuestros hijos.
En lugar de recurrir a la ira podemos construir a partir de lo que les sucede: ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Cómo puedo ayudarte? Esas deberían ser las preguntas que deberían estar presentes en cualquier conflicto familiar, ante una rabieta o una discusión, ante las negativas y los porqués.
Paciencia y empatía son ambos recursos valiosos en la crianza de los hijos. Requieren un aprendizaje por nuestra parte y un entrenamiento constante pero son buenos cimientos para una relación sana con nuestros hijos. ¿Probamos?
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